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Guillermo Segovia Mora

Arturo Alape in memoriam

Para los que nacimos en los 60, a comienzos, el surgimiento de las Farc y la “Operación Marquetalia” -para aplastar un puñado de campesinos en resistencia por una elite asustadiza-, son parte de esos recuerdos borrosos de los primeros años, como el triunfo de la Revolución Cubana, Playa Girón, la crisis de los misiles y la zafra azucarera que desafió el empeño del pueblo cubano, el Mayo del 68, Los Beatles, El “Che”, el surgimiento del Ejército de Liberación Nacional en Simacota (Santander) y el sacrificio del padre Camilo Torres, Vietnam, el hombre en la luna, Batman, Viaje a las estrellas, la minifalda, los hippies, Elvis Preley, Enrique Guzmán y los bizcochos Cyrano.

 

Pero no fueron cosa de momento. “Marulanda”, “Arenas”, “Alape”, Guaracas, Ciro Trujillo convirtieron a los “comunes” de las autodefensas en una guerrilla que irrumpió en el 64 asumiendo la lucha por tierra para el campesino y un gobierno popular. Cuentan algunos testigos que la respuesta violenta del gobierno a la solicitud de los campesinos de que se les respetara la vida y sus tierras desató la tormenta. Contra esa rebeldía el Frente Nacional liberal conservador concentró fuegos para acabar las “repúblicas independientes” promovidas por los campesinos. No pudo. En los 70 no cesaban esporádicos titulares de prensa que daban cuenta de asaltos guerrilleros en el Tolima, Huila, Cauca y Caldas.

A mediados de los 80, las Farc ya eran un importante aparato militar diseminado por toda la geografía nacional, y a la par con ellas varias guerrillas activas pusieron en alerta al establecimiento al punto que entre más bala o apaciguarlas mediante negociación, el presidente Belisario Betancur recogió el reto del comandante del M19, Jaime Bateman, y abrió un diálogo nacional, liberó presos políticos y logró una tregua a la confrontación. En un ambiente crispado, las Farc promovieron un frente político, la Unión Patriótica, que con el sacrificio de miles de sus miembros por el sicariato y el paramilitarismo desatado por la derecha, trató en vano de preservar un espacio político. Fue imposible. Las Farc tampoco estaban siendo leales.

Varios de los otros grupos insurrectos -zafándose de la unitaria Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar- , olfateando el cambio que se venía con la implosión del campo socialista, optaron por negociaciones blandas que llevaron a la Constituyente del 91. Las Farc –y a su modo el ELN-  se pararon en su plan estratégico. El desencuentro quedó sellado simbólicamente en que mientras se conformaba la Asamblea Constituyente, la Fuerza Aérea bombardeaba Casa Verde, sede política y social de “Marulanda” y su gente durante varios años.

De nuevo la guerra. Emboscadas, tomas de pueblos, captura de civiles y militares hechos prisioneros encadenados en terribles jaulas en la selva, “impuestos de guerra”, “gramaje” a los narcocultivos, hicieron notorio el fortalecimiento de la guerrilla de “Tirofijo”, engrosada en sus filas por pobres del campo concientizados en la lucha de clases y el objetivo de la toma del poder. Nombres como Mitú, Las delicias y Patascoy se hicieron famosos como operaciones militares de gran envergadura de la insurgencia. El gobierno de Samper en constatación de la sin salida para el Estado, se veía obligado al “intercambio humanitario” de prisioneros, presionado por las familias de los militares.

Ante tal situación, el conservador Andrés Pastrana llega al gobierno, tras doce años de gobiernos liberales, a cuyo candidato le ganó de mano  asumiendo como suya la bandera de la solución negociada al conflicto: ratificada con el mediático gesto de regalar un Rólex al comandante de la guerrilla. Pero mientras el curtido “Marulanda” le dejaba la silla vacía en la instalación de los diálogos, sus asesores ultimaban los detalles del “Plan Colombia”, mediante el cual Estados Unidos, con el objetivo explícito de apoyar el combate al narcotráfico, contribuiría a modernizar y fortalecer a las Fuerzas Armadas.

Durante tres años las Farc deambularon a sus anchas en San Vicente del Caguán y alrededores, amplia zona concedida por el gobierno a su contraparte para albergar las negociaciones, ampliaron su tropa incorporando cientos de voluntarios y engrosaron sus finanzas. Una agenda maximalista que apuntaba a la “revolución por decreto”, inabordable por irreal, y cientos de citas de la comisión de paz y visitas de todo tipo se mostraban inútiles ante el ambiente tenso de la amenaza  permanente del retorno a la guerra, acicateado por el establecimiento impaciente.

Entre tanto, los paramilitares sembraban de terror el resto del país “quitándole el agua al pez”. Y como lo que mal comienza mal termina, un incidente más llevó al presidente a dar la orden de reocupación militar del Caguán ante lo que, obviamente, la guerrilla desmontó los campamentos y se volvió a enmontar. Unas Fuerzas Armadas renovadas, profesionalizadas y dotadas de tecnología de punta, un país rural en pánico ante la oleada de masacres y la desazón ante el nuevo fracaso de un acuerdo de paz, fueron el escenario para que Álvaro Uribe Vélez diera un dramático viraje al tratamiento del conflicto armado. Alineado con el extremismo conservador de Washington tras el 11 de Septiembre, negó el carácter político de la insurgencia y se declaró en guerra con el terrorismo.

Durante casi una década la doctrina de “Seguridad democrática” guió el combate a las fuerzas irregulares al costo de la deformación autoritaria del ejercicio de gobierno y la independencia de poderes, la persecución y confrontación estigmatizadora a la oposición  -que se tradujo en no pocos crímenes-, el condicionamiento de los derechos humanos a las operaciones militares que condujo a la macabra política de compensaciones por cadáveres y, como resultado de ésta, al homicidio de miles de civiles ajenos al conflicto. En respuesta a esto una cada vez mayor movilización social y convergencia de sectores en la necesidad de preservar principios de una democracia liberal.

El gobierno, con la optimización operativa de las Fuerzas Armadas, afinamiento de la inteligencia y prelación a las actuaciones de la Fuerza Aérea, reasumió la política contrainsurgente y desmanteló la organización más prominente del paramilitarismo, y propino serios golpes al mando y estructura de las Farc, que,  si bien adaptándose a las circunstancias, fueron notablemente reducidas, paradójica situación en la cual se hace más difícil la derrota militar, en cuanto en tanto sus nuevas tácticas exigen esfuerzos militares mayores y más prolongados, impredecibles en el tiempo, en el número de seres humanos sacrificados y en el apoyo político a una acción de exterminio. Así como la continuidad de esfuerzos económicos cada vez menos viables y una situación disuasiva para la inversión.

Estas últimas consideraciones llevan a Juan Manuel Santos, exitoso ministro de Defensa de Uribe, a replantear la visión del problema hacia una solución política negociada solo posible con el reconocimiento del carácter político y social de la insurgencia. Y a las Farc al mayor realismo de renunciar a la toma del poder por las armas a cambio de una agenda cerrada a sus más inmediatas preocupaciones políticas y sociales (tierras, modernización del campo, participación, cultivos ilícitos, víctimas, justicia transicional) para acoger las vías institucionales como una forma posible de acceder al mando del Estado para hacer realidad su programa histórico acotado y modernizado ante las nuevas realidades.

El 29 de agosto con la orden de Rodrigo Escobar Londoño (“Timoleón Jiménez” -“Timochenko), Comandante de las Farc, de acoger el cese bilateral del fuego y hostilidades, en la práctica esa organización renuncia a la lucha armada iniciada en mayo de 1964. Previamente, el 23 de agosto,  el país había conocido el Acuerdo Final el Cese Definitivo de la Confrontación Armada y una Paz Definitiva y Duradera, madurado desde esa misma fecha hace 5 años, cuando por decisión política del Presidente Santos, reelegido después con el mandato de lograr la paz, anunció el inicio formal de la negociación que se desarrolló con éxito, superando tropiezos, con disposición y compromiso de las partes de no pararse de la mesa hasta que todo estuviera acordado

En un hecho inédito para la historia nacional, como otro de los tantos de este proceso, será el pueblo en votación plebiscitaria quien diga la última palabra. Aunque hoy, disipados los nubarrones, desatados los entuertos, desmentidas las , se podría advertir un Sí categórico y arrollador, no solo a lo acordado sino hacia iniciar una era de transformaciones que nos pongan al día como nación, el no es una fuerza indiscutible de un líder populista de derecha mesiánico y obcecado, cuyo triunfo podría ser la reedición del inicio de la guerra que queremos terminar.

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