Día 8 de marzo, tiempo de pensar la vida desde la “mujeridad”.  Hora de reflexionar acerca de lo que es vivir lo femenino en un mundo patriarcal, dominador y lleno de prejuicios.  Es común, en esa fecha, recordar las operarias quemadas en la lucha por mejores condiciones de trabajo, en los Estados Unidos, al final del siglo XIX.  Yo las reverencio, ciertamente, pero hoy voy hablar de Maria, una mujer de ascendencia inca, que vive en la ciudad de Cuzco, en Perú.

 

Maria es una de esas mujeres, heredera de los pueblos originarios, prisionera de un atávico silencio.  Yo la vi vendiendo pulseras en la Plaza de Armas, pero no conseguí establecer contacto la primera vez que la encontré.  Había tartamudeado algo que fue difícil de comprender ya que sus cachetes estaban llenos de hojas de coca, las cuales mascaba lentamente.  Fue solamente el día siguiente que nos conocimos.  Ella vino hasta mí.  El pequeño cuerpo flaco, de espaldas curvadas, llegó sin que yo lo percibiera.  Aquella mañana de febrero yo lloraba desconsolada, sin procurar esconder los sollozos.  Yo había vivido una odisea por las carreteras de “nuestra América” para llegar hasta allí y, en la puerta de entrada del mayor monumento de la comunidad inca, no conseguiría llegar. El valor del pasaje de tren hasta Macchu Picchu era absurdo, prácticamente lo mismo que yo pagara para llegar al Perú, pasando por Paraguay, Argentina y Bolivia.

 

Dando muestras de que además del pasar del tiempo, todo seguía igual, una empresa española es quien tiene el dominio del camino y, para llegar hasta la ciudad perdida, habría que aceptarse las reglas y el precio.  Era posible ir caminando, pero para eso se necesitaba tener un guía y todo un equipaje que, igualmente, hacía el viaje más caro.  Solita, sin mayores informaciones, lo mejor era llorar.  Hubiera soñado con ese encuentro por años y años y ahora no lo lograría.  Pensando así yo me acababa en llanto justo al frente de la inmensa catedral – también española- aprovechando para poner sobre ella miles de maldiciones.

 

Fue en ese momento en que la mujer inca se me acercó.  Llena de su sabiduría ancestral ella había percibido que allí estaba una compañera, quizás por el odio que fusilaban mis ojos en dirección a las construcciones españolas que cercan toda la plaza.  Ella aún mascaba las hojas de coca, pero la comprendí muy bien.  “Qué pasa, nena?” Y yo empecé a hablar de lo tanto que esperé para conocer Macchu Picchu y que ahora no podría, por no tener dinero suficiente.  Ella me miraba con los ojos mansos.  Entonces, solemnemente, preguntó.  “Viniste para sacar fotos o para saludar a los dioses?” Quedé en silencio por un rato.  Aquella gente ya debería estar harta de ver millones de turistas, con sus maquinas potentes, caminando por las piedras sagradas, desfilando sus poses y sacando fotos para los álbum familiares, sin se importar con la dominación histórica, hasta hoy visible.  “Saludar a los dioses”, contesté, sin titubear.

 

Entonces ella me llamó para que la siguiera.  Y allá me fui, olvidada de las lágrimas, por las callecitas cuzqueñas, llenas de caminos internos tomados por carpas de artesanía.  En una de ellas, entró Maria.  Allá adentro, una profusión de hierbas, huesos y otros instrumentos mágicos revelaban que aquel era el sitio de una mujer especial.  Ella buscó entre las cosas un saco lleno de polvo y me lo pasó.  Dijo que si yo quisiera rendir gracias a los dioses no necesitaba ir hasta Macchu Picchu.  Bastaba subir, con mis propios pies, por el lado norte, hasta Sacsayhuaman y hacer allá una sencilla celebración.  Enseñó unas palabras de su idioma y pidió que yo dedicase una canción para los dioses, podría ser en mi propia lengua.  Aquello seria suficiente para mostrar mi respeto y haría que mi viaje no hubiese sido en vano.  “Ellos sabrán”, sentenció.  Entonces, apretó mis manos en un gesto de adiós y sus ojos indicaron: anda! Yo me fui y encontré los dioses y diosas.

 

Fue lo suficiente.  Aquella jornada ya había sido válida.  Yo estaba feliz.  Y fue allá que encontré también unos compañeros que me enseñaron acerca de otro camino para Macchu Picchu, más barato, en un tren usado por la gente local.  Ya no importaba más. El encuentro esencial ya se había hecho.  Aún así yo subí hasta la ciudad sagrada.  No tomé fotos.  No lo necesitaba.  Todo estaba clavado en mí. Maria, la inca, me ha dado la lección más grande.  Mujer y hechicera, sacerdotisa del Inti.  Con toda la carga de la opresión de 500 años en las espaldas y en la vida, fue capaz de sentir la desolación de una viajera blanca y, solidariamente, enseñar el camino de los dioses, los suyos.  Forjada en el acero del dolor – de la invasión, del genocidio, de la sumisión - ella encontró espacio para la ternura y abrió fendas en su silencio milenario.

 

Hizo un encuentro, un compartir, una comunión.  Esa es la mujer que siempre quiero ser.  Dura en la lucha, pero lista para el gesto mágico del encuentro amoroso.  Fibra y amor, juntos - tal cual ya enseñó el Che – en el camino de la liberación que habrá de llegar. Y es esa la imagen que comparto hoy, día de la mujer, con todas las compañeras y con los varones, también capaces de comprender...

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