Mujeres indígenas de la etnia Pijao tratan de recuperar su ecosistema y su dignidad en el sur del Tolima. Novecientas mujeres han sembrado unos 600 mil árboles que sirven de barrera al imparable desierto de La Tatacoa.

Manos de Mujer es el nombre de la organización no gubernamental que desde 2001 opera en Natagaima, una población situada unos 114 kilómetros al sur de Ibagué, la capital del departamento, y donde 900 mujeres de la comunidad Pijao cultivan la tierra con semillas amigables al ecosistema y sin aplicar agroquímicos.

“Hace nueve años, la tierra alrededor de mi finca era amarillenta. Sólo se veía uno que otro arbolito solitario”, recordó a IPS Claudina Loaiza, quien participa en el proyecto desde su inicio.

El proyecto se desarrolla en 56 veredas, cabildos y resguardos indígenas pijaos que conforman seis municipios, con sede en Natagaima, 225 kilómetros al suroeste de Bogotá. La llamada Región Pijao es el hábitat al que se ha visto reducido este pueblo amerindio que antes se diseminaba por diferentes áreas del país. Además, lo comparte con pobladores blancos y mestizos y de hecho sólo parte de las campesinas del proyecto son indígenas.

Es un territorio que linda con un vecino invasor, el desierto de La Tatacoa, donde alguna vez hubo un gran bosque tropical, que Manos de Mujer colabora para regenerar con acciones variadas, con el fin de detener el avance del desierto y hacerlo retroceder.

"Cuando me aparté del padre de mis hijos, por sus malos vicios de borracheras y mujeres, empecé mi huerta casera que me dio anhelo", aseguró Loaiza con brillo en los ojos mientras presenta a su hija y su sobrina, que también trabajan en la consolidación de los cultivos.

"Soy de las que prefiere estar sola que mal acompañada de un señor", continuó Loaiza antes de describir cómo cerró su huerta de una hectárea con 144 metros de malla alambrada.

"Sentía, y sigo sintiendo, mucho orgullo porque sembrábamos fríjol, melón patilla, plátano, yuca, maíz, verduras, de todo, y sin echar veneno sino usando de lo mismo que preparamos para abonar y recuperar la tierra", explicó.

"Cuando hacía verano (época seca en el trópico) racionábamos el agua y de a poquito le echaba a cada mata, y así se dieron melones hermosos", dijo antes de definirse y pedir ser definida como campesina indígena.

Y siguió con vivacidad detallando cómo, por ejemplo, aprendió a usar la boñiga del ganado como abono y las hojas de la yuca y del plátano para mantener la humedad.

"Con el azadón confirmábamos que la tierra estaba húmeda donde echábamos abono orgánico. Nos alegraba y nos sorprendía. Comprobábamos también que donde había basura, aun cuando lloviera, la tierra se mantenía seca", recordó.

Loaiza es sólo un ejemplo del entusiasmo que sienten muchas de las integrantes de Manos de Mujer por los cambios que han palpado en la tierra y en su producción, en un proceso del que en total han participado hasta ahora 1.100 campesinas.

Detrás de las mujeres hay un hombre

En Natagaima también habita Javier Múnera, gestor y coordinador de Manos de Mujer, un economista que prefiere ser reconocido como activista a secas.

Múnera llegó a la zona para desarrollar un acueducto en Coyaima, en momentos de sequía por el fenómeno de El Niño en 1998.

Contaba con recursos de la no gubernamental América España, Solidaridad y Cooperación (Aesco), dirigida por Yolanda Villavicencio, colombo-ecuatoriana con ancestros en la zona.

Villavicencio sabía de la falta de agua potable en su región, así que gestionó recursos para la construcción de un acueducto, gracias a que adquirió la ciudadanía española en 1994. Desde 2008 es diputada por la regional Asamblea de Madrid en la nación europea.

La gestión de Villavicencio y la acción de Múnera hicieron posible el acueducto con un ahorro en materiales equivalente a 10.500 dólares al cambio actual, que "se convirtieron en jornales para 400 familias", recordó el activista en diálogo con IPS.

Aquel proyecto fue la semilla que germinó en Manos de Mujer, que partió del reconocimiento de la importancia de detener la erosión desde La Tatacoa, situada en límites del Tolima y el sureño departamento de Huila.

"Un desierto construido por seres humanos. En los últimos 5.000 años fue bosque seco tropical, con árboles de hasta 15 metros de altura", explicó Múnera.

"No hay desierto en La Tatacoa. Es una zona xerofítica muy seca y en acelerado proceso de erosión con grandes sistemas de cárcavas", insistió.

En efecto, tras la conquista española, en la zona se asentaron haciendas ganaderas de la orden católica de los jesuitas. "Nada más depredador que un ganadero, empujando a los colonos (pobladores foráneos) selva adentro", aseguró Múnera, quien antes trabajó el tema en el amazónico departamento del Caquetá, en el sureste del país.

Por esa razón, insiste en demostrar el peligro de la región inmediata a La Tatacoa, con una extensión total de 330 kilómetros cuadrados y un crecimiento anual del 1,5 por ciento.

Mientras se produce el avance, Múnera sueña con el día en que se logre "volver al bosque en cambio de este potrero desertizado" y el tamaño de su anhelo le hace sentir que lo obtenido en casi una década de esfuerzo es poco.

"Sembramos unos 600.000 árboles pero con (el ambientalista) Mario Mejía calculamos que se necesitan 16 millones para frenar el avance del desierto desde el sur de Natagaima, hasta Guamo en la parte norte, pasando Coyaima, Ortega, sur de Chaparral, occidente de Alpujarra, Dolores, Prado y Purificación", describió Múnera.

Pero en Natagaima esas cifras no relativizan el compromiso de las mujeres, para las que cuenta más el conocimiento que han adquirido y las mejoras concretas en su entorno y en sus vidas. En el día en que IPS acompañó las actividades de una decena de ellas, no pararon de intercambiar conceptos y datos sobre agricultura y ecología.

Aun así no faltan los problemas. La huertas oscilan entre una, media, o un cuarto de hectárea, lo que representa grandes esfuerzos en pequeños terrenos, mientras el Gobierno está prácticamente ausente de la iniciativa hasta ahora y no hay señales de que ello vaya a modificarse.

A la hora de los resultados que trascienden lo productivo, Múnera recordó con nostalgia a Aracelly Botache, una de las pioneras del proyecto y una lideresa nata ya fallecida, quien poco después de comenzar a funcionar las siembras le dijo convencida: "Acá cambió el clima".

Y era cierto, la siembra de árboles disminuyó la temperatura, en una región que oscila entre 30 y 40 grados centígrados.

A los avances para el ambiente se suma la autoafirmación femenina

"Temas duros", advirtió Múnera, mientras citó casos como el de "una señora que nos contó cómo el marido le pegaba todos los sábados después de tomar chicha", una bebida de maíz fermentado de origen indígena.

"Nos dijo que cuando el hombre tomaba el primer trago, ya ella sentía el dolor del golpe que recibiría más tarde. Hasta que un día, ya siendo socia de Manos de Mujer, pensó: quién podrá más, él borracho o yo sobria", rememoró Múnera el recuento que le hizo la mujer.

"Entonces lo enfrentó, y hasta ahí llegó el asunto. Es la autoafirmación que logran las mujeres que se atreven a salir al campo, a trabajar por ellas mismas, a saberse autosuficientes. Y eso es tal vez lo mejor del proyecto", anotó reflexivo.

Manos de Mujer funciona actualmente con recursos de las agencias internacionales de cooperación de la Iglesia Católica en Irlanda y en Inglaterra y Gales, Trócaire y Cafod, respectivamente.

En Colombia encuentra apoyos puntuales de instituciones estatales, como la Corporación Autónoma de Tolima, la Corporación de Investigación Agropecuaria o la universidad regional. El respaldo se limita a "un intercambio de saberes: ellos aportan lo académico y nosotros la experiencia, la vivencia de la gente", dijo Múnera.

Dentro del proyecto se realizan talleres cada 15 días en promedio, donde se utiliza y discute material audiovisual relacionado con composición de suelos, ciclos del agua, nitrógeno, fósforo, carbono, agroecología o educación ambiental, entre muchos otros.

Es una capacitación que motiva a las campesinas a tener sueños como el que expresó a IPS Elcy Lozano, con cinco años de participación en Manos de Mujer.

"Cambiar la conciencia de la gente. Que pensemos en construir. No en destruir. Ese es mi anhelo diario. Porque la ganadería hace desierto y entonces el desierto se va corriendo y eso nos afecta muchísimo. Necesitamos que no avance más, y que por el contrario, podamos revivir la región", dijo enfática.

La queja la concentró en el casi inexistente apoyo del Gobierno, que ni siquiera recoge la basura con frecuencia. "Entonces, si quemamos es malo, pero si se acumula termina en los ríos", lamentó, antes de advertir con una sonrisa: "Pero ni pensar en rendirnos, no hay más que mirar a nuestro alrededor y tener memoria de cómo estábamos antes".

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