Los aribamias son animales chatos, monstruosos, de cuatro patas, cabeza y garras de tigre, fauces enormes y cuerpo de indio. Con semejantes características fácil es suponer el terror que inspiran; en realidad, se alimentan de hombres vivos, cangrejos y otros animales, y cuando no los logran obtener, sacan los cadáveres frescos de las tumbas y se los comen.

En las noches oscuras se les oye gritar desaforadamente en lo más profundo de las montañas y son tan ágiles que de un solo brinco pueden saltar ríos como el Atrato; viven en los parajes más sombríos de la selva o en lugares más solitarios y no se les debe herir porque, a más de no morir, de cada gota de sangre que caiga en la tierra saldrá otro aribamia; cuando por cualquier circunstancia suceda lo anterior, es necesario echar agua caliente encima lo más pronto posible; así se evita su reproducción.  

Muchos indígenas anhelan convertirse en aribamias después de muertos; para ello toman jugo de las hojas del bucú o del güiban colorados; quien esto ha hecho empieza a cubrirse de pelos cuando entra en agonía y a los quince días de haber muerto empieza a salir de su tumba una espumita blanca y vaporosa que se eleva poco a poco, y de un momento a otro se convierte en aribamia. Lo anterior se puede comprobar visitando la tumba; la encuentran abierta y vacía.

Para evitar que un Jaibaná –brujo- famoso por su maldad se convierta después de muerto en aribamia, se debe llevar su cadáver a la sepultura y traspasarle el cuero con un chuzo de macana, en tal forma que quede adherido a la tierra.

 

Se dice que sólo los Jaibanás saben cómo se puede matar los aribamias y quiénes pueden hacerlo, pero parece que hace muchos años no matan uno; cuando lo hagan, encontrarán en su vientre todas las manos y los pies de las personas que se han comido.

 

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