Con danzas, cantos, pinturas y fotografías, los indígenas emberá katío hacinados en el tradicional barrio La Candelaria del centro del de Bogotá- expresaron que “resistir vale la pena”, ante la inminente firma de un acuerdo con el gobierno y la empresa Urrá, que pone fin a más de tres meses de penurias.

Los indígenas, alojados en la sede de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), agradecieron a la comunidad universitaria, a las organizaciones humanitarias y a la sociedad capitalina por el apoyo y acompañamiento brindado durante su travesía en la ciudad, en busca del reconocimiento de sus derechos "violados por la represa Urrá" construida dentro de sus territorios ancestrales en el departamento de Córdoba. “Queremos agradecer también a la ONIC por prestarnos su sede para refugiarnos. Sabemos de la incomodidad que les causamos, tanto a los funcionarios como a sus labores administrativas”, agregó el secretario general de la organización del pueblo katío, Belisario Domicó.

 

El acto cultural, durante el cual los niños y niñas indígenas pintaron con figuras sobre un largo y ancho pliego sus deseos de retornar al cálido territorio que los espera desde el mes de diciembre, cuando los vio partir, se alargó hasta entrada la noche del miércoles 6 de abril. Yenny, un niña embera de unos 11 años, con sus manos untadas de todos los colores pintaba un enorme árbol y debajo un largo río, mientras decía: â€œextraño mi amplio resguardo donde corríamos libres”.  Otros pequeños, como Antonio, plasmaron pajaritos y dantas (roedor de monte), extendían sobre el pliego grandes praderas rodeadas de plantas con combinaciones de verdes en toda extensión.

 

El marco del destierro

 

Esa magia atrapada en el pliego de papel, refleja la asfixiante travesía que por casi siete meses ha vivido este pueblo indígena, desde cuando se tomaron pacíficamente la sede de la empresa Urrá en Tierralta, Córdoba, una noche de finales de octubre del 2004, como respuesta a la apatía estatal y de la empresa Urrá frente a sus demandas por los daños ambientales, culturales, económicos y sociales causados por la construcción de la represa en el resguardo.

 

A la ciudad llegaron en la tarde del 20 de diciembre en buses y se tomaron la sede del Ministerio del Medio Ambiente. Día y medio después, a las 4:00 de la madrugada, policías antimotines lanzaban gases lacrimógenos para desalojarlos. Y fue así como, con sus vidas en las manos, corrieron a refugiarse en la casa de la ONIC, pues â€œpara nosotros los indígenas, si llegamos desprotegidos a otro territorio, y si ahí vive un indígena con una casa la compartimos, porque es como si fuera de todos”, decía Antonio, joven katío, mientras miraba detenidamentesu manilla de chaquiras en forma de rombo.

 

Mientras la ciudad se vestía de luces y adornos navideños, los más de 450 katíos aguantaban un intenso frío que no los ha soltado hasta ahora. “Lo más duro fue llegar en una fecha donde no hay nadie en las entidades del Estado, en las organizaciones, universidades y demás que nos apoyen. Luego, fue pasar el fin de año en esta ciudad. En nuestro resguardo celebramos el 24 y 31 de diciembre: matamos gallinas, pavos y cerdos. En la noche festejamos con bailes tradicionales y así hasta el otro día. Aquí no pudimos hacer nada de eso, solo esperar...”, decía el indígena Manuel.

 

Así pasaron los días y la crisis por la ausencia del agua para el baño y la preparación de comidas, se hacía evidente. “¡Nosotros no podemos vivir sin el agua!, somos como los patos, nos bañamos más de cuatro veces al día en las aguas del río”, recordaba Yenny mientras le daba pinceladas de azul intenso al papel. Y no es para menos, los embera son gente de agua que tradicionalmente ha vivido a la orilla de los ríos. Tal es el caso de las tierras del resguardo en Tierralta, bañadas por el caudaloso Río Sinú que las atraviesa.

  

El choque cultural

 

Si bien la falta de agua, más no su ausencia, fue solucionada en parte por la administración capitalina, otra infinidad de situaciones dan cuenta del choque cultural sufrido por los indígenas y especialmente por sus mujeres y sus niños en la mega ciudad de Bogotá. También debieron enfretarse al parto de tres mujeres, que ante la falta del río dieron a luz dos niñas y un niño, en el frío piso de un baño de la ONIC. Al respecto, dice Luz: “Cuando nacen nuestros hijos, enterramos la placenta en el resguardo y luego sembramos una mata de plátano encima de ella. Según como crezca la planta, si da fruto, será la vida del niño y éste permanecerá enraizado a sus padres y comunidad. Pero en la ciudad no podemos hacer esto,  lo que significa que los niños serán personas callejeras o andariegas y no permanecerán en el resguardo”. 

 

Una de las bebes, hija de Manuel, llamada Jaini Puma (nombre espiritual) nació con meningitis. Ella estará hospitalizada en el Simón Bolívar dos semanas más, hasta que se recupere por completo. “Cuando uno esta grande se pregunta cómo nació, dónde, si nació bien o mal de salud. Yo como padre le diré a mi hija que nació en la ciudad, en Bogotá, en medio del asfalto. Que corrí mucho de hospital en hospital con ella. Y que fui el último de los katios que se fue para su territorio, porque la esperaré hasta que la den de alta”.

 

La Epidemia

 

Mientras las madres de unos ciento ochenta niños calentaban el agua para bañarlos una vez por semana y luchaban por preparar una comida al día, los adultos líderes veían en las marchas pacíficas por las calles de la ciudad una estrategia vital para ser escuchados por el gobierno nacional, que a mediados de enero, apenas despertaba a un nuevo año administrativo.  El ambiente del gobierno para negociar estaba bajo cero y no muy distinto era el ambiente de los más de cuatrocientos cincuenta katios que estaban "metidos" en la ONIC.

 

Las precarias condiciones por las que atravesaban y el cambio brusco de clima al que se sometieron al pasar de temperaturas superiores a 30ºC a menores de 16ºC, fueron el caldo de cultivo del implacable virus de la  Varicela, que afectó a la mayor parte de ellos. Con las horas iban cayendo más y más personas, en especial los más débiles: los niños y las mujeres embarazadas. “En nuestro territorio nos alimentamos de plátano, yuca y animal de monte. Aquí, cuando había cuatrocientos cincuenta indígenas sólo nos alimentábamos con una sola comida al día. Por eso se enfermaron muchos, eso fue muy grave, hubo epidemia de varicela, eso nos dio muy duro. Estuve pendiente de todos para que no se agravaran y las instituciones de salud nos colaboraron hasta el día de hoy”, explicaba Manuel, quien además de estar pendiente de su mujer embarazada, corría a buscar ayuda médica para controlar la epidemia que afecté a más de cincuenta personas. 

 

La insegura ciudad

 

Los niños buscaban un pedazo de papel limpio para hacer su dibujo. A su alrededor, vallas de la policía antidisturbios, dispuesta desde el primer momento para “brindar seguridad a los ciudadanos”.   

 

Esta palabra, SEGURIDAD, utilizada en tantas ocasiones por el Presidente de la República no fue interpretada de la misma manera por los indígenas. Para ellos, lo único seguro es su territorio. "En esta ciudad, todos han cuidado de todos. En especial de los niños, los que más se escabullen - decía Luz -, siempre pendiente de una de sus sobrinas que dibujaba un armadillo.

 

La precavida mujer, con su voz calmada y la humildad característica de los indígenas, me dijo que su territorio es más bonito y seguro que la ciudad. “Aquí uno no puede dejar salir a los niños, las puertas no se pueden tener abiertas, porque se pueden robar las cosas. Hace quince días un niño casi es dañado por un carro. Nosotros vivimos en un lugar bien amplio, uno puede hacer lo que quiera porque allá no llega ningún carro, lo más peligroso en el territorio es la serpiente, pero tenemos quien cure la picadura, como lo jaibanás. Aquí, si nos descuidamos, se nos pueden robar un niño”.

 

El clamor de todo un pueblo

 

Ante las penurias, la incomodidad y el desespero de todo un pueblo, la sociedad capitalina, organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales y la comunidad estudiantil, decidieron apoyar esta lucha indígena por el respeto a su cultura tradicional.

 

La presión fue ejerciendo su papel protagónico. Fueron necesarios más de setenta y dos días de hacinamiento en la ONIC y una epidemia de varicela para que el gobierno nacional aceptara reanudar las negociaciones desde el pasado viernes 11 de marzo.

 

“Esa fue la mejor noticia que teníamos en muchos días, ya no sé cuantos...” decía Luz. Y el presidente de la ONIC, Luis Évelis Andrade, pedía que: “de buena vez se den acuerdos definitivos y sustanciales en la mejoría de las condiciones de vida de los embera", pero era escéptico al recordar que el gobierno y la empresa Urrá: "mantienen una posición cerrada y de esta no salen."

 

Para mediados de marzo, más de la mitad de los indígenas movilizados había partido a su resguardo en Tierralta, con la esperanza de que su lucha no se quedara sólo en el recuerdo de unos cuantos transeúntes.

 

El parte de Victoria   ¡¡¡RESISTIR VALE LA PENA!!!

 

Al fin, y luego de ciento cincuenta y nueve días cargados de una historia que seguramente recordará  no sólo la osadía de los katíos, sino también del movimiento indígena colombiano, por la presión internacional será firmado el acuerdo mutuo entre el gobierno, la empresa y los katíos, el viernes 8 de abril a las 2:30 de la tarde, en la sala principal del Ministerio del Interior en Bogotá.

 

“Será una fecha histórica para el pueblo embera katio del Alto Sinú, pero también para todo el pueblo indígena en Colombia, que lucha con dignidad por vivir bajo sus usos y costumbres en sus territorios ancestrales”, señaló la ONIC. Dicho acuerdo contempla temas como: el respeto por el territorio, la licencia ambiental, el régimen especial, la salud, la educación y la indemnización por los daños ambientales, sociales y culturales causados por la represa, entre otros.

 

El retorno

 

En los ojos de los katíos, niños y niñas, jóvenes, mujeres, adultos y ancianos se refleja la dicha:  â€œEstamos felices y queremos compartir este sentimiento con todos los que nos apoyaron incondicionalmente. Será una tarde mágica para celebrar y despedirnos, a la cual todos están invitados”.

 

El espíritu de Yenny se regocijó porque ya no tendrá que pintar en un papel su gran árbol y el largo río que la acompaña desde que nació, hace once años, en el calor de su territorio. Ahora la separan tan sólo una cuantas horas de su resguardo. Es el viaje más anhelado, durante el cual tratará de olvidar que un día la tierra se le convirtió en asfalto.

 

 

 

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