Hace muchos años no existían los vientos; apenas unas leves brisas que vivían en las cuevas, con el tiempo esas brisas adquirieron fuerzas y salieron y cubrieron el espacio; fue el viento y desde entonces se llamó Tombé.

 

En un principio fue benigno con todos los humanos, pero cuando vio que había hombres malvados que con actos indebidos despojaban a otros de sus cosechas y de sus tierras, resolvió irse a vivir muy alto, para no estar cerca de la maledicencia.

 

Allá arriba, donde todavía mora, tuvo varios hijos: vientos alegres juguetones y traviesos que bajan a la tierra, la refrescan, ponen a cantar las hojas de los árboles cuando suavemente las mueve, y hacen brincar a los niños cuando mecen sus cometas en el aire, vientos más fuertes que traen las lluvias para que calmen la sed a los cultivos y aumenten las aguas en tiempos de sequía; vendavales que destruyen árboles y sementeras en las tierras de quienes mal las han adquirido o no han sabido tratar a quienes las cultivan, y huracanes que destrozan y acaban todo lo que encuentran a su paso, inclusive la maldad que por allí ha sido entronizada.

 

Tombé, el viento, vive siempre en las alturas y desde allí mantiene sobre la tierra a uno de sus hijos en continua visita; el hijo visitante es fiel reflejo de la forma como los humanos se están manejando.

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