Por Luis Carlos Osorio R. (@lcarlososorio) /

El Acta de defunción de mi padre dice que murió de un paro cardíaco. Mi madre no tiene duda que su muerte obedeció a los designios de dios. Mis hermanos piensan que a mi padre lo mató la fábrica de cerámica en la que laboraba. Yo creo que lo mató el Seguro Social. Aunque viéndolo bien, dios, la fábrica y el Seguro Social siempre fueron una buena sociedad.

Tengo los mejores recuerdos de mi padre –trabajador, emprendedor, inteligente y alegre-, pero también me acompaña la imagen de un hombre agobiado por la enfermedad. En la fábrica de lozas trabajaba en la sección de hornos, los hornos túnel,  -creo que era una tecnología nueva para la época, traídos de Europa, que funcionaban a elevadas temperaturas-; el calor, en forma de agujas de zapatero, se le metía a mi padre en lo más profundo de sus huesos, mientras manipulaba los carros repletos de loza que luego tenía que llevar a zonas de enfriamiento.

Recuerdo que en las tardes mi viejo se sentaba en un taburete pequeño tapizado con cuero crudo -"con los pies como un banco"-, decía, mientras sometía los pies a un proceso de enfriamiento dentro de una ponchera llena de agua con sal. Los dolores en los huesos se desarrollaban rápidamente, y con ellos la artritis y el reumatismo. Pero él decía que no se podía enfermar, pues cada vez que iba al médico lo incapacitaba y esto significaba una reducción drástica de sus ingresos y él tenía una familia grande que mantener -éramos siete hijos y mi madre-. Lo aquejaban fiebres y dolores agobiantes que los médicos atendieron primero con Mejoral, luego con Aspirina y finalmente con Percodan, además de la aplicación de algunas inyecciones de Dipirona y no sé cuantos otros compuestos.

Los médicos jamás "se percataron" que lo parecía ser una gastritis aguda era en realidad un cáncer, y que el Percodan iba haciendo estragos en su estómago; pero él sentía que esta pasta era la única que calmaba sus dolores. Como siempre le recetaban el mismo medicamento,  de tanto ir unas veces a la Farmacia Primavera y otras a la Farmacia Caldas, los farmacéutas dejaron de pedirle la fórmula y se fueron erigiendo en cómplices solidarios con su enfermedad. Esa pastillita le generó una adicción que lo llevó por varias semanas a una clínica de reposo conocida por todos como “El manicomio de Bello”.

-Yo no estoy loco, nos decía con angustia una y otra vez. Su paso por allí le fue generando tal depresión, que los médicos optaron por darle de alta.

A pesar de su enfermedad, en la fábrica de cerámica lo mantuvieron por muchos años en el mismo oficio. Los médicos sólo le recetaban placebos y cuidados  paliativos.  Durante mi obligada ausencia y sin que pudiera hacer nada, mi viejo se fue muriendo de dolor, sentado en ese pequeño butaco –como de un jaibaná-, sin camisa y pensando en lo que sería el futuro de sus hijos sin su presencia.

Al pasar de los años, sentado en un butaco pequeño, hecho en madera, totalmente grabado con iconografía indígena, vi a Italiano Dubasá atendiendo a sus pacientes en una comunidad embera a orillas del río Capá, en el departamento del Chocó. Italiano era un indígena que rompía con el fenotipo del común de los hombres de esta comunidad. Era alto, fornido y sus ojos claros penetraban profundamente en el dolor de sus pacientes. Era uno de los jaibanás mas reconocidos en la región. Lo recuerdo realizando sus rituales para sacar los jais del mal que agobiaban a los enfermos que día a día llegaban a su bohío, hasta el día en que la impotencia lo invadió y se acercó al medico que nos acompañaba para que lo ayudara y atendiera a una paciente que se le iba. Esta paciente era su esposa, su compañera de toda la vida.

Luis Guillermo nunca tuvo la intención de interferir en los tratamientos que hacía Italiano. Todas las mañanas –mientras estuvimos en la comunidad del Playón-, se sentaba a prudente distancia del médico indígena para observar y aprender de su arte curativo. Él era un médico de la Universidad de Antioquia que había viajado por varios años a Europa, y de regreso al país se dolía frecuentemente de la manera como el mercado reducía la relación médico paciente a un mísero negocio. Trabajaba sólo tres días a la semana y el resto del tiempo lo dedicaba a la gestión social y a la investigación, mientras en silencio soportaba los estragos de una enfermedad que lo consumía.

Para cuando Italiano imploró su ayuda –unos dos años antes de su muerte-, su medicina resultaba tan inútil como los placebos que los médicos del ISS le suministraban a mi padre.

Bajo la luna llena del río Capá, entorno a una fogata, Luis Guillermo nos decía que las consecuencias de la Ley 100 se verían en un abrir y cerrar de ojos. Él se resistía a reducir el tiempo con los pacientes a quince minutos y dejar su criterio de evaluación a través de exámenes especializados a una junta médica, siempre determinada por los intereses económicos de las empresas. –La salud como negocio, que horror, decía.

Y no se equivocaba. Ese sentimiento es el que aún tienen David Curtidor y Fabiola Piñacué, padres de la pequeña Amaranta, la niña indígena nasa que se fue muriendo mientras le anunciaba con llanto a médicos y enfermeras su dolor y estos se ceñían a unos “protocolos” de ineficiencia que a la postre le costaron la vida.

Del dramático relato que David hace de este doloroso periplo con su pequeña hija, sólo queda la incertidumbre de negligencia o error médico en la realización del “triage” o valoración que se hace en los centros hospitalarios para clasificar el estado de salud de los pacientes. Desde un primer momento se había señalado la importancia de practicarle a la niña un TAC, que a la postre se realizó cuando el daño cerebral ya estaba causado.

Las consecuencias se verán en un abrir y cerrar de ojos, decía Luis Guillermo y las cifras de las personas buscando protección del Estado para ejercer su derecho a la salud son elocuentes: las tutelas en materia de salud registradas por la Defensoría del Pueblo durante los primeros once años del presente siglo sobrepasaban las 950 mil, y desde el año 92, las tutelas de salud promediaban el 25% de las demandas de los colombianos para exigir que las empresas prestadoras del servicio lo hicieran cabalmente.

-Esos son los resultados de un mayor acceso a la justicia, dirán algunos,

- Es la evidencia de un derecho sobre el cual no hay un goce pleno, dicen los miles de pacientes que se enfrentan cada día a un sistema a inoperante, y este criterio parece avalarlo la Defensoría del Pueblo, que retomando directrices de la OMS señala que “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o de enfermedades”… haciendo énfasis en que “la salud involucra entonces actividades de prevención, promoción y protección e implica un enfoque integral en donde se incluyen los entornos físico y social y los demás factores relacionados con la existencia”.

-Un millón de tutelas que buscan salvaguardar el derecho a la salud, señalan con rabia Pedro Cortes y su esposa,  a quienes la multinacional Colsanitas les rescindió el contrato de medicina prepagada que tenían desde hace unos quince años.

-Resulta paradójica esta situación, dice Pedro, mientras recoge firmas en la Plaza de Bolívar de Bogotá, para presentar su propia tutela buscando que se le amparen sus derechos. –Colsanitas nos terminó unilateralmente el contrato por una supuesta mora de cuarenta días. La realidad es que esta política sólo se la aplican a los adultos mayores, pues pasamos a ser pacientes de alto costo y la rentabilidad para la empresa se limita en esta época.  Las empresas "olvidan" que cotizamos toda una vida a este regimen, precisamente para garantizar este derecho.-

Nuevamente el concepto de mercado, la salud como mercancía, como lo dijera Luis Guillermo, apenas promulgada la ley 100. -Quien iba a pensarlo - dice Pedro. -Hace apenas diez  años -¿recuerdas?, hicimos un estudio para la OPS y el Ministerio de Salud que trató de avanzar en la conceptualización de una política de salud para grupos étnicos en Colombia.

-¿Política de salud?.  Es hasta irónico. Hasta la gran prensa reseña todos los días los paseos que emprenden los pacientes de una clínica a otra, muchas veces con resultados letales, -el paseo de la muerte-, le llaman. Muchas veces los recursos de la salud se los apropian los gerentes de los hospitales y lo políticos corruptos e inescrupulosos.

-¿Política de de salud?  Esa es una buena pregunta que habría que responderle a mi padre, a Luis Guillermo, a la esposa de Italiano Dubasá, a Amaranta, la niña indígena nasa que murió frente a la mirada indolente de los trabajadores de la salud de la Clínica CAFAM, a Pedro y Teresa, estos adultos mayores que  sienten como propia la obligación de gritar a los cuatro vientos que las empresas de medicina prepagada también vulneran los derechos de los mayores y de los miles de colombianos que acuden a ellas para subsanar y subsidiar las ineficiencias e inequidades del sistema público de salud.

Mientras, asistimos a una reforma a la ley 100, a la que hoy como ayer, poco le interesa la medicina preventiva. Prefieren atender  enfermos, porque les resulta mas rentable y no creen en el viejo adagio de que "es mejor prevenir que curar".

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Comentarios   
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